Las desigualdades que siempre han caracterizado el desarrollo de nuestras ciudades nos han hecho reflexionar acerca del futuro que nos espera, es una pena haber necesitado una crisis sanitaria para eso. Al interior de esas reflexiones la densidad urbana es un tema que se ha ubicado en el centro del debate. ¿Necesitaremos ciudades más densas, más compactas o, por el contrario, más extendidas, más espaciadas? La respuesta no es tan simple.
Si bien actualmente la concentración de personas resulta riesgosa, podría esperarse que el riesgo disminuirá una vez se controle la transmisión o la letalidad del virus. Sin embargo, la individualización de la sociedad, que viene reforzándose hace varias décadas vía un inmenso aparato tecnológico-consumista, ha encontrado en la pandemia un caldo de cultivo muy favorable para desarrollarse y reducir aún más la cualidad de la ciudad como espacio de socialización. Por otro lado, muchas experiencias han demostrado, sobre todo en barrios con dificultades de acceso a equipamientos y servicios básicos, que la proximidad y la interacción entre espacios residenciales, traducidas en solidaridades concretas, constituyen la única defensa de muchas comunidades frente a los múltiples efectos de esta crisis. Se ha demostrado también que las altas densidades urbanas no han sido tan determinantes para la propagación inicial del virus como las bajas condiciones de vida. Bajo estas consideraciones la densidad urbana no puede pensarse simplemente en términos cuantitativos o de forma independiente, cosa que algunos pretenden hacernos creer.
Recurriendo al discurso de la densificación, definida simplemente como el “…aprovechamiento del suelo urbano a través de edificaciones en altura…” (Ley Municipal 661/2020, Art. 5, Inciso 8), nuestras autoridades municipales reafirman su objetivo de favorecer al sector de la construcción incrementando arbitrariamente el volumen construible en edificios, después de que ya lo hicieran hace tres años bajo un discurso ecológico (Ley 211/2017). Supongamos por un momento que desconocemos los múltiples estudios que demuestran que un aprovechamiento eficiente del suelo no pasa únicamente por el crecimiento vertical, el cual responde más a una lógica especulativa. Concentrémonos mejor en la definición citada la cual asocia la densificación solamente al incremento de superficie construible y comercializable, dejando de lado todo lo que esta noción debería implicar si pretende usarse como instrumento para el desarrollo urbano.
Entendida así, la densificación no solo consiste en incrementar edificios (densidad construida) o personas (densidad poblacional) por hectárea, sino que debe permitir mejorar el funcionamiento general de ciudad y de su calidad de vida, consolidar espacios barriales y de proximidad bien servidos y bien articulados, espacios fértiles para el florecimiento de intercambios y solidaridades, y no grandes construcciones verticales o extensas urbanizaciones horizontales (cerradas o abiertas) que esperan al inversor más que al habitante. Estas formas de ocupar el suelo, que no consideran ni el estado de las infraestructuras que las soportan, generan justamente bajas densidades poblacionales e importantes desequilibrios sociales y ambientales, a cuyas consecuencias más graves tenemos el descaro de llamarlas “desastres naturales”.
Resulta entendible que una expansión urbana irreflexiva, tanto horizontal como vertical, esta última disfrazada de densificación y de aprovechamiento del suelo, sea promovida por quienes lucran con ella, pero NO por instancias responsables del desarrollo integral de la ciudad.
Entonces la pregunta pertinente sería ¿qué tipo de ciudad buscamos?, si la respuesta es una ciudad para habitar, entonces la densificación razonada podría permitirnos transformar las nocivas formas tradicionales de gestionar el espacio.
En términos cualitativos la densificación busca descentralizar actividades y facilitar las dinámicas de distancias cortas, reducir las desigualdades socio-espaciales, valorar el espacio público, mejorar los sistemas de movilidad, incrementar las capacidades de las infraestructuras, y promover conciencia ambiental colectiva, entre otros. Además de ello considera a la vivienda, específicamente la vivienda social, como motor para la producción de ciudad, ya que busca generar incentivos que promuevan el paso de una densidad construida (o “urbanizada”), centrada en la rentabilidad privada del suelo, a una densificación residencial, centrada en el habitante, en el barrio y en la calidad de vida.
Actualmente más de uno habrá pensado que la difícil situación que atravesamos podría convertirse en una valiosa oportunidad. Tristemente, si para algunos esta oportunidad podría representar transformaciones hacia mejores condiciones de vida en términos colectivos, para otros es la oportunidad para dar continuidad y consolidar el beneficio individual.
La imposición de una ciudad para la especulación, que se expande y segrega en función del lucro individual, sobre otra que reúne y conecta en función el beneficio colectivo, no es una situación inevitable. Aprovechar la oportunidad y cambiar de dirección es posible, sin embargo, es necesaria la reflexión profunda y el apoyo de autoridades capaces de colaborar en la difícil tarea de repensar la ciudad y rehabitarla.